La casa de mis abuelos.

La casa de mis abuelos había sido construida gracias al centenario arte de entretejer la guadua hasta completar un rígido armazón de madera, al que se le daba forma embutiendo una mezcla amalgamada de barro y bosta que se repellaba con tierra más fina y, posteriormente, se recubría con cal y pintura blanca. Esta casa estaba coronada por una serie de piezas planas de barro cocido a las que el paso del tiempo empezaba a acariciar, con lo que se formaba un indescifrable rompecabezas de tonos grisáceos-verde-azulados. En pocas palabras era una casa blanca de bahareque y teja.

Pero la casa de mis abuelos no era tal. Esta que describo era a la que los mayores llamaban la “casa del pueblo” porque se erigió cuando se tomó la decisión de que, en aras de la comodidad, se debía dejar de habitar la finca para vivir en el pueblo. Sin embargo, esta casa es la que permanece en mis recuerdos porque en mis días de infancia era la que albergaba la fuerza gravitatoria alrededor de la cual orbitaba el sistema familiar.

El pueblo no era más que una inspección de policía sin inspector ni policía, con un parque rodeado de limonares ponzoñosos en cuyo centro una ceiba desplegaba sus ramas con un aire de majestuosidad, una pequeña oficina de Telecom con dos cabinas, un calabozo en desuso, dos tiendas y, por supuesto, la iglesia en la que reposaba la estatua de la virgen de Aránzazu que había sido traída a hombros desde Gigante, por entre las trochas huilenses de principios del siglo XX, en un recorrido de algo más de 80 kilómetros que tardó quince días en completarse. Así se podría inventariar un pueblo de tres cuadras de largo y ancho de gente humilde, trabajadora y fiestera

La casa de mis abuelos se hallaba en el medio de una pequeña manga, a la que se accedía en sentido occidente – oriente a través de una puerta de golpe. A mitad de camino, entre la puerta de golpe y la casa, se encontraba un árbol de mango que en sus mejores épocas proveía el jugo de los almuerzos. Finalmente se llegaba a la entrada de la casa propiamente dicha, cuya puerta de madera se dirigía hacia el norte. El corredor externo era de cemento pulido y brillante, gracias a la diligencia de mi abuela, en el que estaban dispuestas dos butacas para el descanso.

La casa era espaciosa, pero de una distribución tan elemental de la que apenas hoy día caigo en cuenta; una larga alcoba para huéspedes, una más para mis abuelos, cuarto de chécheres, cocina, sala y patio interno. Al entrar a la casa lo primero con lo que la visita se encontraba era con una sala de piso rojizo frío ideal para los días de verano del trópico, la cual se encontraba adornada por tres pequeñas esculturas circulares de ángeles infantes y por la pintura de un camión que recorría una irreconocible vía colombiana. En esta sala el único hijo de mis abuelos que había decidido ingresar al ejército de tierra, durante unas vacaciones, vería por primera vez a la profesora, forastera, de cejas pobladas, que el alcalde había enviado para hacerse cargo de una escuela primaria ubicada en las faldas de una vereda cercana.

Al final de la sala había dos puertas, una en el centro que conducía hacia el patio interno, la cocina y los demás cuartos y otra, a mano derecha, por la que se accedía a la habitación de mis abuelos, su cuarto me generó una de mis primeras inquietudes sin resolver: ¿Por qué había dos camas? Siempre me pregunté lo mismo y nunca lo quise averiguar porque el hecho de que mi abuela no durmiera con mi abuelo me parecía, en ese entonces, de una gravedad incomprensible. Del patio interno guardo la imagen difusa del padre de mi abuela sentado en el comedor con el sombrero y el bastón a su lado.

Lo que más me gusta recordar es el jardín florecido de geranios y orquídeas, celosamente cuidado por mi abuela. El pasto verde sobre el que me recostaba a comer guayaba y a hablar solo, mientras divisaba a lo lejos la “loma de la cruz”. El pequeño maizal en frente, cuya función principal era asegurar un abastecimiento regular para la preparación de envueltos de choclo. Es bien sabido en el Huila que el labrador debe tener su maizal y su platanal.

Realmente mis recuerdo no se encuentran enraizados en la casa material, sino en el ambiente magnético que exhalaba, magnetismo del que solo fui consiente hasta hace poco gracias a la madurada visión del pasado que otorga el correr del tiempo. Poseía la fuerza sobrenatural, legada por la costumbre, de ser el punto de acogida y encuentro familiar, primero, para festejar el Sampedro y, después, para vivir el diciembre en medio de canciones tragicómicas y gastronomía variada.

De aquella casa hoy no queda nada más que un lote baldío. Un suelo despojado de césped y jardín. Sin embargo, en medio de la sensación que produce un terreno yermo abrazo con fuerza que no haya en mi memoria, sesgada por la nostalgia, un geranio marchito.